Desde tiempos inmemorables el perro ha sido una criatura cotidiana
en la vida del colimense, en la época
precolombina fue domesticado y consumido; al respecto Armando Martínez de la
Rosa escribe “parece ser un hecho innegable que dos eran las razas que
acompañaron a los antiguos colimotes en su vida cotidiana y sus rituales religiosos:
el esbelto xoloitzcuintli y el regordete y chaparro tlalchichi” 1. Ambos
eran mudos y pelones, el tlalchichi tenía una dentadura normal y completa, a
diferencia del xoloitzcuintli que los tenía chuecos e incompletos2. Durante la tradición Comala (1 – 500 d.C.) fueron
modelados en arcilla con una exquisita destreza en distintas actitudes desde
los estilizados en posición sedente a los cebados sobre cuatros patas, hay
perros que aullan, otros que duermen, una pareja que baila, unos portan una
máscara de hombre o una mazorca en el hocico, hay figurillas de siameses y gran variedad de vasijas.
En el mundo náhuatl el perro tenía varios significados simbólicos, fue el dios
Xólotl, la estrella de la tarde, hermano gemelo de Quetzalcóatl estrella de la
mañana y representaba su contrario: oscuridad, inframundo y muerte. Xólotl
tenía la función de transportar al sol en el atardecer hacia el reino de la
oscuridad, 3 del mismo modo
que el espíritu del perro guiaba al de su
amo al Mictlan o reino de la
muerte.
La reproducción de xoloitzcuintlis y tlalchichis es la
artesanía étnica más popular que decora hogares, oficinas y espacios públicos,
es el tema de obras gubernamentales como la glorieta de los perros bailarines
que “observan” a transeúntes y automovilistas rumbo al pueblo mágico de Comala,
y de trabajos independientes como el
“hibrido” en “Artemisa” de Patricia Ramírez Pérez. Así el
alma del que fuera el acompañante del mesoamericano al Mictlan, sigue en la
vida del colimense para fortalecer la identitidad regional y evocar su pasado
prehispánico.